martes, 15 de febrero de 2011

Detrás de la línea, por favor



Gracias por las opiniones. Es curioso que el debate haya ido escorándose hacia el concepto de límites, pero claro, ahí está la duda. La cosa se reduce a quedarse con las ganas de traspasar una línea, a no hacerlo, renunciar a la satisfacción inmediata de un impulso (goce, para los psicoanalístas) que choca con las reglas de convivencia. Si podemos hacer esto daremos paso a una cosa más elaborada, el placer. No se trata de una cuestión de obediencia ni de uniformidad o desindividuación, se trata de complejizar, de establecer canales, caminos más largos para la gratificación, aunque es cierto que hay cierta violencia en este proceso. Cést la vie.

Una reflexión en otro contexto sobre la importancia de las líneas aquí. Para los que no lo conozcáis, un foro muy recomendable siempre.

De lo que habéis comentado estoy de acuerdo sobre todo con dos cosas: primero con que introyectar  los límites y la creatividad no son cosas reñidas entre sí, sino todo lo contrario, pese a que este es el debate más fácil de establecer y al que nos tiramos de cabeza; y dos, con que hay que dejarles ganar, que no se trata de someter al niño sino de educarle. De todas maneras no creo que nuestras ideas sobre la educación de los hijos difieran tanto en el plano más abstracto, tengo la impresión de que es cuando bajamos a las trincheras cuando nos damos cuenta que hacemos y buscamos cosas diferentes para ellos. Desde luego tiene que ver con nuestra historia personal, también con nuestro proyecto vital, lo que al final se resume en la mirada, en qué miramos cuando miramos a nuestros hijos. Demasiado para hoy, pero me gustaría saber cómo os los explicáis vosotros.

Un poco sesudo el post de hoy, y ni siquiera he hablado de lo que en realidad quería. El tema de mis rumiaciones es que no leo libros sobre educación. No he leiído ninguno, y no sé muy bien por qué. No tengo nada en contra, me parecen buena idea, pero no lo hago. Se me ocurren unos cuantos argumentos, algunos que podría utilizar mi abogado, y otros con los que el fiscal me haría picadillo, pero tengo que darle una vuelta más.

Por último quiero dedicar unas palabras de agradecimiento a las tortugas, que representan  la longevidad, la sabiduría y sobre todo el triunfo de la perseverancia frente a las seductoras y advenedizas liebres. A las tortugas, que habéis estado con nosotros en los momentos más difíciles. Gracias. Gracias y adiós, amigas tortugas, tenemos que seguir adelante.

viernes, 11 de febrero de 2011

Libertad para los osos


Sois muy majetes, aunque un poco mala gente: con la buena acogida de esta aventurilla parece que voy a tener que ponerme a pensar, y, oye, eso cuesta esfuerzo. En fin, sobre la relación entre sentirse querido y sentirse obligado hablaremos otro día, cuando tenga que ver con los niños y no conmigo.

Le doy vueltas a una cosa a raíz de un par de vuestros comentarios sobre la tortuga, aunque han sido vía mail, no en este foro (y de paso os incluyo a Tortuga 2.0). Planteáis lo negativo de la excesiva uniformidad y rigidez que se demanda de los niños en algunos colegios,  y frente a eso la posibilidad de considerar cualquier manifestación suya como un  signo de expresión personal, lo que es bueno en sí mismo. Me adelanto diciendo que estoy más de parte de los colegios, pero intentaré aclarar por qué.

Estoy convencido de que es básico que el niño sienta confianza en sí mismo, que se sienta valioso y adecuado, pero lo que se nos olvida a veces es que vivimos en sociedad, y es para esto para lo que debemos educarles. No para la sociedad actual, no para la sociedad que nosotros queremos, pero si para poder vivir con los demás, en relación con otros porque nos necesitamos, y esto lo que implica es una renuncia, una aceptación de unas reglas del juego. Hay una diferencia entre aceptar incondicionalmente a los niños y el "mira qué bien se cae mi niño del columpio". Creo que pienso que el esfuerzo y la renuncia no son valores en sí mismos (no estoy seguro y confundir esto también es fácil), pero son necesarios.

Pero no es tan sencillo, en primer lugar pienso que la edad es crucial en este proceso, sobre todo por el desarrollo cognitivo del niño y lo que es capaz de procesar. Martín tiene cuatro años, y está entrando a formar parte de la sociedad de forma activa, así que en esas estamos, en interiorizar la ley de la convivencia, mientras que Diego, con menos de dos, aun no tiene la capacidad y está en un nivel previo de renuncia, dándose cuenta que no es omnipotente, pero peleando con el mundo físico. Así que, como dice Martín, "Jo, que morro tiene Dieguito", lo que quiere decir que no tiene que esforzarse tanto ni renunciar tanto, y la única respuesta que se nos ocurre es que eso es lo que tiene hacerse mayor, junto a una serie de ventajas que hacen que  merezca la pena y que también tratamos de ayudarle a disfrutar.

La otra cuestión por la que no me encaja del todo ese planteamiento es que una autoestima que no esté ligada a valores, a significados, me parece más peligrosa que un mono con dos pistolas. Vamos, que no se puede llamar autoestima porque acaba conduciendo al desastre, no a la autoconservación. Imaginad una sociedad en la que todos, indignados, exigieran su derecho a todo sin estar dispuestos a renunciar a nada, porque se lo merecen sin más, sin esfuerzo. Ah, que ya estamos en una sociedad así, no hace falta imaginar tanto. Mi idea es que nosotros tenemos que proporcionar un conjunto de valores estables que ayuden a tener una autoestima, un marco de referencia, y que en ese proceso de delimitar: esto sí y esto no, el niño va a tener una mayor seguridad, unas referencias que interiorizar y que le sostengan, con suerte hasta la adolescencia (qué miedo).

Ya no hay más tortugas, así que veremos qué nos trae la próxima entrada.

martes, 8 de febrero de 2011

Aquí empieza todo... o no.



Pues nada, que voy a escribir un blog.

Todo empieza hace cuatro años y todo empieza estas navidades, cuando al volver de viaje en el coche tengo un pequeño momento de clarividencia y felicidad al entrever en qué consiste educar a los hijos. Resulta que Martín comenzó el curso aparentemente bien, pero un día en la reunión informativa a los padres vi su tortuga colgada con las de sus compañeros en la pared y se me cayó el mundo encima. Ni siquiera se parecía al resto de las veintisiete tortugas, que, mejor o peor, estaban coloreadas, tenían los papeles pegados en los lugares correspondientes y transmitían cierta dedicación. Ésta era de otra especie.

Me ahorro la explicación detallada de todas las teorías que se dispararon en mi cabeza y resumo diciendo que abarcan casi todo el espectro desde la psicosis infantil hasta la negligencia paterna suma en sus formas más perversas. En fin, que de una manera o de otra lo que estaba claro es que algo estaba mal en el niño o en sus padres.

Nos reunimos con su profesora, hablamos con amigos y padres más veteranos que nos tranquilizaron, y decidimos dedicar un tiempo con él a hacer pequeñas tareas con cuidado. Al principio costó un poco, luego menos, y en navidades era él quien pedía las fichas que nos había dado la profe para las vacaciones y las rellenaba con cuidado y, sobre todo, con ilusión.

Así de fácil, y para mí así de difícil. Me considero un padre dedicado, comparto mucho tiempo con ellos, tengo una reducción laboral que me permite hacerlo. Siempre he sabido que quería hacerlo así, pero hasta ahora no lo he entendido, no he entendido que lo fundamental es estar ahí, pensar en ellos para intentar entender a qué se están enfrentando y dedicarles tiempo, apoyo. He tendido a ver las dificultades como signos de que algo estaba mal en ellos o en la forma en la que estábamos haciendo las cosas nosotros, con lo que he vivido moderadamente atrapado entre el miedo y la culpa, pero esto no ayuda nada.

La primera razón por la que me he decidido a escribir este blog es dedicar un tiempo a pensar en la educación de mis hijos. En general pienso poco, soy así, qué le vamos a hacer. Me ayuda a pensar mi mujer, pero a veces no me dejo. El caso es que uno tiende a lo que tiende, y yo quiero disfrutar de esto, hacerlo de una manera consciente y no dejándome llevar, como suelo, así que de vez en cuando me sentaré a dedicarme y dedicarles  un tiempo.

El segundo motivo es conservar en la memoria algunas de esas cosas de mis hijos y de nuestra relación con ellos que se nos olvidan, que se pierden, y que cuando ocasionalmente recordamos nos proporcionan momentos de intensa felicidad. La misma felicidad que siento al salir después de un mal día en el trabajo y, al meter las manos en los bolsillos, encontrar un gormiti.